Siento gran aprecio por la vida sencilla y las irrepetibles imágenes del acontecer de mi natal Jovellanos; me complace remontarme a su pasado. La sencillez con que vivíamos hacía más fácil encontrar las virtudes de la gente. Hoy, una especie de ensueño me lleva a la ilusión de una época de encanto indescriptible… ¡a los tiempos de LA GRAVI!
Esta compañía existió desde mucho antes, para mi familia alcanza especial significado a partir aquel 20 de Octubre de 1946, día en que mi padre se convierte en uno de sus empleados. Faltaba un año y varios meses para mi nacimiento. En ese momento el joven Agapito Miguel Ramón Marín tiene 22 años de edad, posee conocimientos elementales de contabilidad adquiridos en la Escuela de Comercio de Matanzas y cierta experiencia en el registro de operaciones económicas alcanzada durante su labor en dos importantes entidades jovellanenses de aquellos tiempos: el Banco Naranjo y Alonso Lee y Compañía. Procede de familia escasa en recursos materiales, pero acaudalada en cualidades morales, en estimación y aprecio de sus coterráneos. Tales precedentes le permiten optar por un empleo en la prestigiosa Oficina Central de LA GRAVI.
Muchos años después, durante una de mis visitas a Jovellanos, mi padre y yo, sentados en uno de los bancos del parque Domingo Mujica, bajo la acogedora sombra de sus palmas y flamboyanes, conversábamos animadamente y mirábamos pasar la gente. Y mientras respondíamos el saludo de algunos me contaba episodios de su vida. Yo lo escuchaba atento y complacido. En cierto momento hizo una pausa para señalar una casa de dos pisos que teníamos al frente, moderna y elegante, fue una de las construcciones más bonitas del poblado. Entonces me dice: ¿Tú ves esa casa, hijo…? ¿Te acuerdas…? Allí, en la segunda planta, vivió Orlando, mi mejor amigo, con Hilda y sus hijos. Gracias a él empecé a trabajar en LA GRAVI… Y en medio de sus emotivos recuerdos, me contó cómo logró ese empleo.
Orlando Fernández, estimada persona, de buena posición económica y social y excelentes relaciones en la esfera de los negocios en la localidad, le sugiere la idea y le asegura su ayuda. Realizadas las gestiones iniciales mi padre es citado para una entrevista de trabajo. Se presenta ante dos señores que ocupan cargos de responsabilidad y gozan de la confianza de los ejecutivos de la firma. Su amigo le acompaña. Le preguntan acerca de su preparación profesional y experiencia laboral y le someten a una prueba de conocimientos, le dictan un problema que debe resolver en corto plazo: A partir del supuesto de quemarse accidentalmente los libros, rehacer la contabilidad de la empresa durante un año.
Le entregan las facturas de las materias primas de ese período y otros datos que para él resultan confusos. Como es natural, se sentía nervioso y al escuchar el complicado enigma y mirar los papeles que le facilitan queda perplejo, sabe que no podrá resolverlo. Orlando, quien está presente y conoce a los examinadores, expresa desacuerdo con la complejidad de la tarea, argumenta que tal problema es posible lo resuelva alguien dotado de conocimientos profundos y larga experiencia en los quehaceres de la contabilidad. Su reclamo causa efecto y aligeran el examen, mi padre lo pasa y felizmente lo aceptan para trabajar en la Oficina, empleo que le permite asumir el sustento del hogar que meses más tarde funda al contraer matrimonio con una hermosa muchacha jovellanense de cualidades excepcionales, el amor de su vida, Lilia Gómez Herrera, mi inolvidable madre querida, hecho memorable que acontece el 6 de Febrero de 1947.
En sus conversaciones conmigo, más de una vez recordó agradecido ésta y otras acciones de su amigo Orlando Fernández, quien junto a su esposa, Hilda Naranjo, fueran los padrinos de bautismo en la Iglesia Católica de mí desaparecido hermano Nelson de la Caridad Ramón Gómez.
Agapo comienza en la modesta posición de tarjetero de las máquinas IBM. Más adelante le asignan responsabilidades en el registro de operaciones económicas en los libros de la empresa. Al paso del tiempo, tras recibir la capacitación requerida le encomiendan junto a otros la elaboración de las normas de los puestos de trabajo. Gran parte de su vida la consagra a esta industria donde acumuló 39 años de continua actividad laboral; en 1985, por razones familiares y de salud se acoge a merecida jubilación.
Mis hermanos y yo, junto a mis padres, disfrutamos de un hogar sin holguras, pero decoroso, nunca nos faltó la comida y no pocas veces la compartimos en nuestra propia mesa con personas necesitadas. Disponíamos de lo requerido para vestir, calzar y asistir debidamente a clases en una de las Escuelas Públicas de la localidad. Podíamos tomar el agua fría y conservar los alimentos en un sencillo equipo de refrigeración. Al paso del tiempo disponíamos de un pequeño televisor en el que junto a otros niños, amigos de la época, disfrutamos de los Muñequitos y las aventuras de El Llanero Solitario. Todo esto gracias al salario que recibía papá como empleado de LA GRAVI.
En mi casa fuimos asiduos consumidores de los productos fabricados por esta compañía. En mi memoria el imborrable recuerdo de mi querida madre “pegada” a la batea.
Movía enérgica los brazos sobre la lavadera, instrumento de madera de superficie rugosa sobre el cual restregaba la ropa sucia con Rina, el insuperable jabón de lavar, para dejarla muy limpia y después enjuagarla, exprimirla y ponerla en la tendedera a fin de secarla al aire y al sol. Dura labor que realizaba una o dos veces a la semana para permitirnos, tras plancharla primorosamente, vestir con pulcritud.
No olvido el frescor y la higiene bucal obtenida al cepillarme los dientes con la Pasta Gravi, la Reina de las Cremas Dentales, ni el uso del jabón Suave durante el baño y su fragante jabonadura que dejaba limpia y tersa la piel. El desodorante en forma de crema contenida en potes de grueso cristal y posteriormente en sólidas barras envasadas en pequeños frascos de plástico acentuaba el olor a limpio y perfumaba el cuerpo después de bañarnos; ni qué decir al sumar la utilización de la colonia para asegurar un agradable aroma personal.
También usamos el talco para niños y el de adultos, la crema de afeitar y otros artículos que lanzara al mercado esta industria.
Durante mi infancia visité varias veces la Oficina. Desde mi casa caminaba algunas cuadras, atravesaba el parque Domingo Mujica y me adentraba por la calle Enrique Villuendas; allí me envolvía la suave y familiar fragancia, inexplicable para quien desconociera que a pocos pasos se desarrollaba la elaboración de una parte significativa de las producciones de LA GRAVI y me dirigía hasta un edificio de dos pisos que aún se conserva, el cual desde hace tiempo alberga una institución municipal de triste designación: el Tribunal Popular de Jovellanos. En el piso inferior existía un ancho pórtico metálico retráctil que daba acceso a la planta donde se elaboraba la pasta dental. Unos pasos más, ante el mismo lugar, permanece la alta puerta de madera que durante el horario laboral se mantenía entornada y tras ella, angosta escalera. La curiosidad me impulsaba a rápido ascenso por sus estrechos peldaños de mármol blanco, algunos mostraban el desgaste ocasionado por el uso continuo a través de los años. Al vencer el tramo final aparecía el segundo y último nivel de la edificación. Ante mi atenta mirada surgía un horizonte novedoso y querido: el sitio donde trabajaba mi padre.
Siempre me impresionó la Oficina. Ocupaba un espacio aproximado de veinte metros de largo por cinco de ancho con altas paredes y columnas de apoyo interiores, en varias de ellas colgaban retratos de los creadores de esta firma. Su piso, compuesto de mosaicos blancos y negros combinados a semejanza de gigantescos y repetidos tableros para jugar a las damas o al ajedrez y en cierta parte con figuras y colores diferentes, permanecía limpio, poblado de escritorios y mesas de trabajo con sus butacas o sillas, sobrios muebles de buena madera situados y ordenados a partir del uso racional del espacio disponible, equipados con calculadoras, máquinas de escribir y diversos útiles… Y tras ellos, en sus puestos, lo más importante, hombres y mujeres capaces, de buen porte, vestir sencillo y elegante, dedicados a sus funciones: los empleados de la Oficina.

Después que le avisaran, mi padre me recibía y con sano orgullo filial me llevaba ante algunos de sus compañeros para presentar al mayor de sus retoños. Ellos me miraban sonrientes, me saludaban con frases y gestos de aprobación: “Agapito, ¡qué grande está tu hijo…!”, decían Armanda y Esther y me daban un beso. “¡Agapo, ya lo puedes llevar de cacería contigo…!”, exclamaba Chichí. “¡Agapo, ya tienes un hombre que te sustituya en la casa…!”, expresaba Ismael. De tal modo, sin proponérselo, me hacía pasar un poco de pena, no me resultaban agradables aquellas presentaciones. Al pasar los años y tener la dicha de ser padre, comprendí su conducta y me arrepiento de reprocharle, aunque nunca le hablé de ello.

Gustaba encontrarme con uno de los empleados, Mario Montero, quien tras saludarme, preguntar cómo me iba en la escuela y escuchar mi positiva respuesta, sonreía y me invitaba a que le acompañara. Iba con él seguido de Agapo hasta un pequeño local interior donde guardaban los materiales y utensilios de oficina; en más de una oportunidad allí me obsequió lápices de escribir y marcadores bicolor, gomas de borrar, cuchillas para sacar y afilar la punta de los lápices, reglas graduadas y alguna libreta o block de papel. Fue en la Oficina donde por primera vez, maravillado, pude ver y utilizar, con la ayuda amable de alguien del lugar, el pequeño equipo de refrigeración para tomar el agua fría en vasitos de papel.
Soy testigo de la estimación a la que mi padre se hizo merecedor entre sus compañeros, de las sinceras y diversas maneras que le manifestaran afecto y amistad. Disfrutaba de tal aprecio, entre otras razones, por su dedicación en ayudar a los demás. Fue el precursor y organizador de la entrega de juguetes a los niños pobres el Día de los Reyes Magos, labor que desplegara con el apoyo de los trabajadores y los ejecutivos de la compañía. Conocedores de su generosidad, personas necesitadas lo buscaban, se le acercaban para que les ayudara en la compra de alguna medicina o resolver otro problema. En estos casos, además de contribuir de su propio bolsillo, hacía colectas el día del cobro de la quincena y lograba reunir el dinero requerido para solucionar muchas de las peticiones. Por tales motivos encontró incomprensiones. En cierta ocasión, uno de sus compañeros, molesto por su insistencia en realizar este tipo de acciones, irritado le dijo: “Mira, Agapito, si tú le hiciste una promesa a algún santo… ¡cúmplela viejo… pero deja vivir a los demás…!”Mi padre le respondió en buenas maneras que no había hecho tal promesa y le habló del importante deber que todos tenemos de ayudar al necesitado. Otra razón que pudiera explicar tales simpatías fue su participación en el Club Deportivo Gravi como integrante del conjunto de pelota que compitió en el campeonato amateur de la Liga de Corralfalso (Pedro Betancourt). Se desenvolvió como pitcher y me dijo que ni mucho menos llegó a ser una estrella, pero cuando lo ponían a jugar, como es natural, trataba de que su equipo ganara.
También me atrajo la enorme edificación de la fábrica de jabón, conocida en el pueblo como La Jabonería. Un sinnúmero de veces pasé ante su entrada principal en la calle Daniel González o por uno de sus costados al borde de la José Cadenas y también por el fondo al caminar por las inmediaciones de la línea del ferrocarril, cerca del “Callejón de los Perros”, ocasiones en las que presencié la maniobra de trenes de carga por el ramal que conducía a su parte trasera para llevar materiales y en otras dejar vagones que posteriormente eran cargados de cuantiosas cajas de jabones Rina y Suave y otros artículos a fin de enviarlos a diferentes provincias y a la capital del país en cumplimiento de los compromisos comerciales de la firma. En oportunidades observé con inquietud el escape de gruesa humareda de vapor por las tuberías sobresalientes en puntos de su pared lateral y también sentí, varias cuadras a su alrededor, aun más fuerte en dirección al desplazamiento del viento, el desagradable olor a sebo, materia prima principal con la cual se llenaban las grandes pailas o calderas donde junto a otros ingredientes se cocinaba esta sustancia para hacer las templas de jabón y elaborar los famosos productos.
Más de medio siglo después permanece fresco en mi memoria el siempre puntual e inconfundible sonido: el pito de La Jabonería, con el cual temprano en la mañana llamaba a sus trabajadores a ocupar sus puestos de trabajo y de seguido la inolvidable voz de mi querida madre quien ante la demora de mis hermanos y la mía en prepararnos, nos llamaba la atención: “¡Vamos, apúrense, que ya sonó el pito de las siete y tienen que ir para la escuela…!”
Atesoro recuerdos acerca de muchos trabajadores de LA GRAVI. Durante mi niñez residimos en la calle José Cadenas, muy cerca del parquecito de igual nombre y del cruce de la misma con Narciso López, a un costado de la Jefatura de la Policía. Uno de nuestros vecinos inmediatos fue Alfredo Arozarena, quien laboró en la Oficina. Lo vi llegar o salir de su pequeña vivienda en incontables ocasiones. Sufrió un accidente automovilístico y fue hospitalizado, después permaneció en su casa varias semanas con la mitad del cuerpo enyesado debido a fracturas que le dejaron con una pierna más corta. En el transcurso de su larga convalecencia le veía a diario y en oportunidades le hice algún mandado para buscarle alimentos o medicinas. Al pasar los años no pocas veces nos encontramos por el pueblo, me causaba alegría saludarlo y escuchar su afectuosa y campechana manera de hablar.
Por la propia José Cadenas, un poco más allá, casi al frente de la enrejada puerta metálica de la entrada principal del antiguo Acueducto, tenía su domicilio, junto a su familia, el señor José Gabriel Leal, conocido por “Papito”. Recuerdo su delgada estampa, pelado al “cepillo” y sonriente. Pasaba a diario frente a mi casa para ir o regresar de la Jabonería. Su hija fue una de las muchachas más lindas de mi pueblo durante los años de mi más temprana juventud.
Con el tiempo, aun siendo niño nos mudamos a la calle Emilio Cueto y a una cuadra, por la Alcalá, parte de nuestro apreciado vecindario lo integraron, junto a sus familiares, los señores Raúl Freire, Antonio Manzano, Arístides Brito, Leandro Lima, Orlando Nodarse y Julio Lefont. Unos se ganaban la vida en la fábrica, otros en la Oficina, compañeros y amigos de mí padre, los veía y saludaba con frecuencia. En el 2011, de visita en Jovellanos, pude conversar y dar un abrazo a Freire y a Brito, este último, según Agapo, era para él como un hermano.
En una vivienda situada en la calle Manuel Rubio esquina a Luz Caballero, vivió junto a los suyos Angel “Coco” Blanco, a quien le vi repetidamente por aquel lugar sin conocer de su labor en esta industria. Muchos años después el mayor de sus hijos me comentó, emocionado, cómo cada día, al regresar su padre del trabajo, percibía la fragancia impregnada en su bata de químico. En mi caso, aun siendo niño y durante mi juventud, al pasar frente a la Iglesia Bautista cuando allí se realizaran actividades religiosas miraba curioso por sus grandes y abiertas ventanas y vi al señor Blanco ejercer como pastor. Al cabo de los años me lo encontré más de una vez en Miami durante reuniones de originarios de Carlos Rojas y Jovellanos y conversamos; me saludaba afectuoso, me hablaba de LA GRAVI y de su aprecio por Agapo.
Conocí a la señora Esther Quintero en la Oficina y desde aquel tiempo le tomé cariño. Guardo en la memoria la imagen de verla junto a miembros de su familia sentados en cómodos sillones ante la casa de sus padres en la ancha acera de la Alcalá, casi llegando a la calle Real. Ella engalanada. Todos tomando el fresco de las primeras horas de la noche en aquellos domingos inolvidables de Jovellanos. Cruzábamos frente a ellos durante el acostumbrado paseo dominical; los mayores intercambiaban saludos sin que mis hermanos y yo detuviéramos el paso…
Media centuria después supe de Esther al leer sus interesantes artículos como habitual colaboradora de la notable publicación JOVELLANOS que se editó por años en los Estados Unidos. He tenido la oportunidad de verla, de darle un beso y testimoniarle el afecto de mi padre y el mío, de conversar con ella, de recibir su ayuda para determinar con exactitud los nombres y apellidos de empleados de la empresa que aparecen en una importante fotografía. Y cuando nos encontramos o hablamos por teléfono disfruto de su lúcida inteligencia, de su presencia elegante, de su sencillez, de su admirable personalidad. Me contó que al igual que su hermana Nilda estudió la carrera de Pedagogía aunque no la ejerció, que fue la cronista social del periódico OPINIONES de Jovellanos cuyo dueño, presidente y director fuera el señor Plácido Valdés, también oficinista de LA GRAVI, para cuyas páginas ella escribiera acerca de la boda de mis padres.

De Esther siempre recibo la más agradable y cariñosa impresión y su inestimable ayuda para aclarar aspectos significativos relacionados con LA GRAVI o sencillamente para hablar sobre nuestro querido pueblo.
Antonio Génova fue empleado de la Oficina, vivió frente al parque Domingo Mujica, le llamaban “Chichí”. Mostró sus habilidades como tenista en la cancha de la Sociedad Liceo de Jovellanos, de la cual además fuera uno de sus directivos. También le gustaba la caza. En mí recuerdo la imagen de su llegada junto a mi padre tras pasar un sábado o un domingo de cacería por alguna de las fincas en los alrededores del pueblo, los dos bajarse del carro que les trae de regreso, ambos con la escopeta de cartuchos en la mano y en la cintura, colgada del ancho cinturón, la percha colmada de palomas torcazas o codornices, fruto de sus certeros disparos como cazadores aficionados. Fue “Chichí” uno de los muchos que apoyaron a mi familia durante los meses en que Agapo estuvo ausente de su hogar a fines de los años cincuenta por razones políticas. A él le debemos además, las fotografías que tomó a mis hermanos y a mí, a nuestra querida madre y a otros familiares para que papá disfrutara la alegría de vernos de la única manera posible en aquellos días aciagos. “Chichí” continuó mostrándonos en el exilio sus cualidades como destacado jovellanense durante su infatigable labor por más de 20 años como Director del Periódico JOVELLANOS, dejándonos en sus páginas, junto a sus colaboradores, un inestimable tesoro documental sobre la vida de nuestro querido terruño.
A la señora Armanda Curbelo no sólo la conocí de la Oficina. Venía de Carlos Rojas, poblado cercano donde residía. En ocasiones le vi llegar y bajarse en la piquera de autos de alquiler situada en Luz Caballero casi esquina a Real o Martí. Siempre distinguida, a veces seria y en otras sonriente. Con su hermoso cabello plateado en todo momento inspiraba admiración y respeto. Fue además una mujer dedicada a su familia y a los quehaceres del hogar. Supe que durante la década del cincuenta del pasado siglo presidía y realizaba esforzada labor en los Festivales de la Liga contra el Cáncer en Carlos Rojas.
Compartí las simpatías de papá por Manuel Piedra, empleado de la Oficina y uno de sus mejores amigos. Residió junto a sus familiares en la antigua casona situada en la esquina suroeste de Clemente Gómez y Rabí. Padre de una de mis compañeras de la Escuela Secundaria a la que recuerdo con cariño. Hermano de Margarita, mi excelente profesora de la asignatura de Lengua Española. Muchas veces le vi por el pueblo montado en su bicicleta, apacible, con el rostro habitualmente serio tras el cual ocultaba la magnífica persona que siempre fue.
Tomé gran estima al señor Ismael González, trabajador de la Oficina, quien además de colega de labor fue cercano amigo de Agapo. Participaron juntos en varias cacerías. Vivió junto a su familia cerca del extremo sur de la calle Luz Caballero. En mi casa existió una fotografía en la que aparecía un grupo de jóvenes en short, en un punto de la playa de Varadero, todos mostraban posturas atléticas, entre los cuales reconocí a Ismael y a papá. En mi memoria su presencia unido a la cariñosa Casilda, su esposa, mientras pasean al hijo de ambos por una parte del pueblo montado a un caballito poni. O verlos caminar desde el oeste por la calle Clemente Gómez y torcer a la izquierda por la pequeña San José; Ismael, acompañado de Casilda y su hijo, sostiene en sus manos un gran cuadro del “Sagrado Corazón de Jesús”. El reducido grupo se dirige por la acera hasta la entrada lateral de la Iglesia Católica Nuestra Señora de la Asunción y penetra al recinto religioso. Según escuché, realizaban una acción de dar gracias…
Humberto Díaz, “Vidalito”, fue en aquel tiempo compañero de trabajo y amigo de Agapo, quien le tenía gran aprecio y disfrutaba contándonos algunos de los chistes y dicharachos que “el gran Vidal”, como le llamaba, acostumbrara decir con sano humor criollo.
Por la calle Pi’Margal, entre Narciso López y Pozas, existió una casa con techo de tejas, de alto puntal y portal rodeado de barandas con barrotes de hierro incrustados en largueros de madera. Allí habitó con su familia el señor Israel “Tito” Domínguez, quien ocupara un puesto de responsabilidad en la Oficina y presidiera “La Cooperativa”. Fueron muchas las veces que junto a otros muchachos del barrio pasé a toda carrera frente a esa vivienda durante nuestros juegos y travesuras infantiles. Uno de sus hijos perteneció, al igual que yo, al equipo de pelota “Tonito Rin, Rin” de la “Liga de Los Cubanitos” de Jovellanos.
Gastón Martínez, “Chelín”, laboró en la Oficina y después en la Jabonería. Casi al final de la calle Manuel Rubio y cerca de Línea Habana o el sitio que llamaran “La Picadora” tenía su bonita vivienda. Frente a ella transité frecuentemente con mis progenitores y hermanos camino a casa de mis abuelos. Le veíamos en el portal acompañado de su esposa Raquel. Y tras sus palabras en respuesta a nuestro saludo aparecía en su noble rostro, bajo su espeso bigote, invariablemente, su afable sonrisa. En una conversación con Esther Quintero conocí que “Chelín” fue su primo, hijo de su tía Lucila Plata Roldán, destacada educadora jovellanense, la directora de mi escuela primaria por los días en que me inicié en el Kindergarten.
Gilberto Gómez, hermano de mi madre, fue por muchos años trabajador de la Jabonería. Tenía por costumbre pasar a menudo por casa. Al escuchar el peculiar silbido con el cual anunciaba su llegada, mis hermanos y yo exclamábamos alegres: “¡Ahí está tío Vito!”, como le decíamos cariñosamente. Entraba sonriente, le dábamos un beso, bromeaba con nosotros, sus sobrinos, y seguía hasta la cocina a conversar un rato con su hermana, mientras ella, atenta y amorosa le brindaba café y hablaba con él sin abandonar sus quehaceres cotidianos. Junto a su esposa, mi tía Mireya y sus dos hijos, mis primos Mayra y Gilbertico, habitaron una casita de madera con techo de tejas en la misma esquina de Alcalá y Pi’Margal, frente a la peluquería “Lula”, y a su costado, en la otra orilla de la calle, una bodega, “La Paloma Azul”.
Diego Ramón, hermano menor de mi padre, vivió toda su vida al pasar la Línea de Colón – desaparecida hace algunos años – en su coincidencia con San Fernando; sitio memorable al que acudí durante mi infancia en innumerables oportunidades para visitar a mis abuelos paternos y encontrarme, incluyéndolo a él, a su esposa mi tía Olga y a sus hijos, mis primos Dieguito, Rafael, Fidel y Olguita, con otros familiares y amigos de la niñez. Antes de lograr un empleo fijo en la Jabonería, donde laboró por años, tío Diego fue cobrador de las contribuciones al “Comité Pro-Mejoras de Jovellanos” y del pago de las suscripciones a la clínica Centro Médico de Matanzas.
También conocí a Aracelia y Roger Bidondo, a Aníbal y Plácido Valdés, a Ramón y Marino Quirantes; a Esther Sánchez y Bienvenido Morales, a Margot Socas, Roberto Asso, Rubén Vicente, José Manuel Molero, José Ramón Vázquez, Casteleiro González, Raúl Calvar, José Manuel “Cuchi” Torres, Ismael Pérez, Raúl “Lulo” Cárdenas, Félix Bernia, Arístides Menéndez y muchos más… ¡A todos los recuerdo…!
Más de medio siglo después de que LA GRAVI dejara de existir gracias a la “nacionalización” decretada por la mal llamada revolución, lejos de mi tierra, de mi país, no olvido la probada calidad de los variados productos de jabonería y perfumería creados por aquella industria, ni la prosperidad que trajo a mi pueblo, mucho menos el alma generosa de sus trabajadores. Después de tanto tiempo y muchos de ellos que ya no están entre nosotros, me parece tener ante mí a aquellos hombres y mujeres de conducta cívica admirable. Y al transportarme al pasado en alas de estas remembranzas me acerco a la realidad desaparecida, ¡es como un sueño, como si el tiempo volviera a suceder…! Entonces me imagino estar allá, en mi natal Jovellanos, en aquel tiempo maravilloso y me los encuentro al recorrer las amadas calles Real y Alcalá, o al visitar los salones del Liceo, de la Sociedad Antonio Maceo o del Casino Español, o al pasear por el parque Domingo Mujica y pasar ante el teatro Apolo, o al transitar por los andenes de la Estación del Ferrocarril, o al atravesar los portales del Bar Jovellanos, La Casa Arango, el Baturro, La Taberna y el Hotel Ritz, o al apreciar junto a ellos las mercancías en las vidrieras de La Rosita, Los Precios Fijos, La Casa Grande o Las Novedades, o al verlos ante los mostradores de La Mía, El Gran Palacio, La Victoria o La Aurora… Y al tenerlos ante mí les saludo admirado y ellos me responden amables, solícitos; percibo la cordialidad y la bondad en sus rostros, me regocijo con sus sonrisas. Emocionado estrecho efusivo las manos de unos, me abrazo fuertemente a otros… De manera muy especial, con profundo amor y cariño evoco el recuerdo de mi padre, el de mi querida madre y el de mi hermano, los tres ya fallecidos, a quienes siempre tengo presentes.
LA GRAVI vive en mi memoria por cercana a mi familia y ser parte de la historia de mi pueblo; esa exitosa compañía la recuerdo como preciosa joya de Jovellanos y de Cuba, fruto del talento y la esforzada labor de nuestros amigos y familiares. Los hechos del pasado no se pueden tergiversar o borrar por mucho que algunos se empeñen. ¡LA GRAVI vive en el corazón agradecido de mucha gente, sus éxitos no podrán ser silenciados! Esa industria jovellanense, genuinamente cubana… ¡nunca será olvidada, jamás podrá ser ignorada!