Archivo de octubre 2010

Los Ferrocarriles en Jovellanos (III-Final)

octubre 10, 2010

En la Línea de Colón. Junto a la cerca de seguridad mi hermano Nelson y mis primos José René y Rogelio. Detrás parte de la casa de mis abuelos paternos y al lado la del señor Domingo Arrieta. Foto de la década de los 60.

Mis abuelos vivieron en las cercanías de la línea del ferrocarril. Manuel y Agueda – padres de mamá – en una esquina de la coincidencia de las calles Colón y San Ignacio; Miguel y Celia – padres de papá – próximos al citado lugar, a orillas de la Línea de Colón o calle San Felipe, casi esquina a San Fernando. En ambos sitios  transcurrió gran parte de mi infancia.

Las hermanas más jóvenes de mi madre me llevaron muchas veces a la línea del ferrocarril para ver pasar el tren, mi atracción

En la Línea de Colón. Sentados en la vía férrea. Al centro mi hermano Nelson con nuestros primos Reynaldo, Rogelio, Albertico y Dieguito. Detrás la casa de mis abuelos paternos y la de mi tío Alberto con su familia. Foto de la década del 60.

principal en aquel tiempo. No conforme con mirar el paso de uno, muchas veces las hice permanecer allí por largo rato para satisfacer mi deseo de esperar hasta ver transitar el siguiente. Cuando regresábamos les  pedía que me  dibujaran la locomotora de vapor y el ténder o vagón especial donde transportara el combustible y el agua para su propio consumo. Al cabo de unos años aprendí a pintarlos por mi mismo, fueron mis dibujos preferidos de la niñez.

Mis padres nos llevaban a mis hermanos y a mí a visitar  a mis abuelos casi todos los sábados o domingos. Generalmente lo hacíamos a pie. Se convertía en un paseo por una parte muy querida del pueblo.

Una imagen de la antigua Estación de Trenes de Jovellanos ahora destruída. Foto 2010.

El recorrido lo realizábamos desde las calles Emilio Cueto o José Cadenas, andábamos varias cuadras hacia el este, pasábamos por el costado y la parte trasera de la Jabonería en dirección al Callejón de los Perros, pero torcíamos al sur por la misma línea del ferrocarril, atravesábamos los andenes de la Terminal de Trenes y nos dirigíamos nuevamente al este por toda la vía hasta llegar a nuestro destino.

Era una caminata un poco larga, obligaba a un esfuerzo físico estimulante y constituía motivo de alegría por la posibilidad de encontrarnos con familiares y amigos en un ambiente de juegos y travesuras. Niños al fin, marchábamos por la vía férrea dando saltos de polín en polín – de traviesa en traviesa – o tratando de hacer equilibrio sobre los rieles; mirábamos curiosos los puntos de mayor interés, como las casetas de los guarda-agujas, los entrecruces de las líneas para el cambio de vías, el sistema de señalización, el fondo del frigorífico y la propia Terminal de Trenes. Recogíamos y tirábamos piedras del balasto del terraplén de la vía. A veces  venía a lo lejos algún tren a nuestro encuentro y con tiempo suficiente nos bajábamos de la línea para protegernos.

A lo largo de esta ruta vivían muchas personas pobres, el aspecto de sus viviendas  confirmaba sus escasos recursos. A nuestro paso saludaban con evidente aprecio a mi padre quien les respondía con igual afecto; este hecho se repetía en estas caminatas, es un recuerdo que  me proporciona profunda satisfacción. Entre aquellas personas muy humildes recuerdo a Gallego Joroba’o, su esposa Pucha y sus hijos Aida, Api y Mamaína, (perdón por no recordar sus nombres verdaderos); a Mariano, Isacc y Margarito; a la familia Cuesta; y muchos más cuya presencia vive en mi memoria, pero al cabo de tanto tiempo no logro recordar sus nombres; todos ellos gente buena de mi pueblo.

En la Línea de Colón, muy cerca de mis abuelos paternos tenían sus

La que en el pasado fuera la casa de mis abuelos paternos, una vista actual. Foto 2010

viviendas, junto a sus esposas e hijos, mis tíos Diego, Alberto y Alfredo, con este último vivían sus suegros Simón y Chonita. Cuando visitábamos ese lugar, de hecho, se reunía un grupo considerable de la familia por la parte de mi padre; también acudía su hermano mayor, mi tío Carlos con los suyos, quienes vivían no muy lejos, en la calle Maceo. En oportunidades venían otros allegados desde Carlos Rojas, Nueva Luisa, Tingüaro y algunos que residían en La Habana, estos últimos durante sus vacaciones y en las festividades de Nochebuena y Año Nuevo. Muy cerca también vivía Secundina Herrera, tía de mi madre, con sus hijos Andrés, Rosa, Lola y Virginia. En las cercanías, por San Fernando, entre Real y San Ignacio, tenía su casa Tomás Gómez, tío de mi madre, con su esposa Josefa y sus hijos. Todos ellos parte de mi querida familia, a quienes recuerdo con cariño.

Allí nos reuníamos con numerosos primos y amigos de nuestra edad,  con

En esta casa vivieron mi tío Alfredo con su esposa Emilia, sus hijos Alfredito, Dalia, Pompeyo y José René, y sus suegros Simón y Chonita. La casa era totalmente de madera y el portal no tenía barandas. Conserva totalmente la silueta del pasado. Foto 2010.

quienes pasábamos un día de total esparcimiento en los alrededores de la línea y por los patios de varias de las citadas viviendas desde los cuales se extendían nuestras andanzas hacia las fincas de los señores Domingo Arrieta y Gabriel Martínez, territorios colindantes. Deambulábamos por las guardarrayas y las cercas de los linderos, muchas de ellas de piedra, piña de ratón, abrojo, cardón y diferentes árboles entre los que abundaban el almácigo, el mango y el marañón; nos adentrábamos en las arboledas donde pululaban las matas de naranja, mandarina, lima, guayaba, caimito, guanábana, mamoncillo y otras. Con esas frutas calmábamos el hambre y la sed, en ocasiones las cogíamos con el permiso de los dueños, pero las más de las veces sin autorización; en el grupo siempre había más de uno que con habilidad trepaba a las matas y las tumbaban para el disfrute de todos.

Por esos lugares cazábamos pájaros con jaulas hechas de güin de caña y varetas sacadas de las pencas de la palma o las matas de coco. También llevábamos tira-piedras con los cuales  abusábamos sin ningún sentido de las vijiritas, tojosas y otras aves pequeñas; fue un mal proceder de aquellos tiempos. Por las arboledas y tupidos matorrales que en la actualidad no existen porque en esa zona se construyeron edificaciones multifamiliares y se ha convertido en un reparto residencial, también jugábamos a los vaqueros e indios y tratábamos de imitar a los héroes de aventuras que se trasmitían en populares programas de radio como Los Tres Villalobos, Leonardo Moncada, Tanganika y Taguarí, entre otros. En uno de esos juegos, mientras trepado a una mata de güira me esforzaba por semejar las acciones de uno de aquellos  personajes, resbalé, mi pierna izquierda quedó atrapada en el empalme de una gruesa rama con el tronco del citado árbol y sufrí una delicada fractura. Gracias a la alta profesionalidad de la medicina de mi pueblo en breve tiempo quedé perfectamente bien.

En la Línea de Colón. Ante el cercado y el portón de la pollería de Martín, los hermanos Nelson, Ada y Jorge (el autor). Foto tomada por Antonio «Chichí» Génova en Enero de 1958. 

Recuerdo cuando una parte considerable del hermoso palmar de la finca del señor Arrieta fue desmontado y nos dimos el gusto de armar campamentos, escondites y realizar diferentes juegos aprovechando los grandes troncos de las palmas y las numerosas pencas en el suelo. En aquel lugar se construyeron varias naves o barracas para la cría de pollos. Entre los muchachos empezamos a llamar el lugar la pollería de Martín (su apellido, Duffaud).

En Línea de Colón o San Felipe y su

coincidencia con la calle San Fernando se destacó el punto donde estuviera la llave pública, casi al frente de un pequeño kiosco que existiera en aquel tiempo propiedad de un señor llamado Silvino.

Es la esquina de las antiguas San Fernando y Línea de Colón o SanFelipe. Allí estuvo la llave pública. Foto 2010.

Pobladores de la zona acudían al lugar a buscar agua en vasijas o depósitos de diverso tipo porque  diferentes viviendas no tenían instalado ese servicio y muchos de los fiñes que correteábamos y jugábamos por los alrededores apagábamos la sed bajo el chorro de la pródiga llave.

En aquel pedazo de mi pueblo habitaron o aun viven otras  personas, además de las mencionadas, a las cuales tomé afecto, entre ellos Papito (quien trabajaba en la finca del señor Arrieta); Juan y Secundina, padres de Margarita, una compañera de la escuela; Víctor y su familia, un señor que realizaba la dura labor de reparación y limpieza de las vías ferroviarias; la señora Pancha y sus nietos Gabino, Kinke y sus hermanas; la familia de los Conguitos, la de los Beruvides, la de los Fuentes, la de los Pena y muchas otras que no recuerdo.

Donde existieran la Línea de Colón y San Felipe, desaparecieron el alto terraplén de balasto y la vía férrea. Hoy es la calle 9A. Foto 2010.

Además de mis primos compartíamos con numerosos muchachos de la Línea de Colón, entre ellos Minino y su hermano mayor (ambos de la familia de apellido Cuesta); Ezequiel (de los Beruvides); Kinke (nieto de Pancha); Crecente, Vicente y Juanci (de los Conguitos) y muchos otros. Jugábamos, peleábamos, nos tiramos piedras y hacíamos  travesuras.

Otra vista de la calle 9A. En toda el área donde se ven los árboles echábamos tremendos «pitenes» de pelota. Foto 2010.

Fueron muchos los pitenes de pelota; el juego a las bolas, las chapas y a los botones, a tirar trompos, empinar chiringas y papalotes. Escaseaban los juguetes, pero la inventiva de los que menos tenían era extraordinaria. Fue a los Conguitos a quienes vi preparar con suma habilidad sus maravillosos trenes de latas de sardinas que echaban espesa humareda por la chimenea de sus locomotoras; muchas veces traté de imitarlos, aunque nunca los pude igualar.

Pero lo más atractivo para todos, incluyo a las personas mayores, era el majestuoso paso de los trenes. La principal circulación del ferrocarril de mi país desfilaba frente a la casa de mis abuelos, por la Línea de Colón. Todo lo que estuviéramos haciendo, por entretenido o interesante que pudiera resultar para quienes jugábamos y retozábamos a gusto, se interrumpía para ver pasar las imponentes y ruidosas máquinas que vomitaban gruesos penachos de espesa humareda negra y arrastraban largas y pesadas caravanas de carros, algunos de pasajeros, otros cargados de mercancías de diverso tipo con sus coches o vagones especializados para transportar ganado, arena o piedra, combustibles (petróleo, gasolina, gas, aceite) y  otros productos. Nos quedábamos embelesados mirándolos pasar, admirados ante el poderío de aquellas máquinas y los convoyes que arrastraban.

Un día apareció un nuevo tipo de tren para transportar pasajeros. Llamaba la atención por su porte y velocidad. Empezó a circular a diario para cubrir la ruta desde La Habana hasta Santiago de Cuba y viceversa. Le llamábamos el gascar, era un grupo de 4 a 6 coches especiales: modernos, elegantes, plateados, con sus grandes ventanas cerradas herméticas para conservar el refrigerado aire acondicionado que disfrutaban en la comodidad de sus asientos los pasajeros. Curiosamente no necesitaba de las locomotoras que acostumbrábamos a ver en otros trenes porque disponían de un coche de igual apariencia a los demás con potente motor eléctrico, el cual además de llevar a sus propios pasajeros, era capaz de arrastrar los coches restantes a gran velocidad.

La mayoría de los vecinos aledaños a la vía férrea respetaban y temían a la inusual rapidez del gascar, más aun por los rumores de que por tal o mas cual lugar alguna persona que transitara por la línea no tuvo tiempo de evadir su embestida y perdiera la vida. Cuando alguien gritaba… ¡Allá viene el gascar!, muchos salían a llamar a sus hijos y advertían a todo aquel sobre la línea o dispuesto a cruzarla a que bajaran de la misma y no se atrevieran a pasar. Para los muchachos era todo un acontecimiento ver el imponente grupo de coches plateados acercarse desde el este y reducir su velocidad ante la proximidad de las vías de enroque de la Estación de Ferrocarriles de mi pueblo, donde a pesar de la premura en sus horarios de viaje, el gascar se detenía para recoger algún viajero y facilitar a los miembros de su tripulación y pasajeros la oportunidad de adquirir las famosas costillas de cerdo empanizadas, las mejores de Cuba, en la Cafetería del lugar.

Peligrosa travesura realizamos con frecuencia varios muchachos, incluyéndome, cuando al escuchar a lo lejos el inconfundible pitazo que emitía el gascar anunciando su cercanía y los gritos de advertencia de que nos bajáramos de la línea, corríamos hacia el alto terraplén de la vía y poníamos piedras de balasto sobre los rieles. Con el tren bastante cerca nos alejábamos rápidamente para ver como las poderosas ruedas de acero del primer coche las hacían polvo bajo su aplastante avance. Por este hecho mis mayores me llamaron la atención y merecí ser castigado.

En tiempo de zafra nos complacíamos con el paso de los trenes cañeros. Casi

Para el recuerdo: un tren cañero (en una zona no precisada muchos años atrás). Foto de Internet.

todos conformaban caravanas alargadas y pesadas de carros diseñados especialmente para transportar la caña de azúcar. Podíamos identificar a qué centrales azucareros pertenecían porque exhibían sus nombres con grandes letras blancas sobre el fondo negro de los costados del ténder de sus locomotoras. Frente a la casa de mis abuelos pasaban los de “Carolina”, “Soledad”, «Santa Amalia”, “Progreso” y “España”, este último, como excepción, sólo llevaba un solo coche cargado de caña (todos esos centrales han desaparecido en la actualidad; la terminología gubernamental dice que han sido desactivados). Los muchachos del barrio conocían el horario del tránsito de esos trenes y se preparaban para durante su paso cogerles la mayor cantidad de caña posible. Lo hacíamos de diversas maneras, peligrosas porque requerían acercarse a la línea, pegarse a los carros mientras éstos se desplazaban y jalar las cañas que sobresalían; en otros casos tirar cañas viejas sobre la parte superior de los coches para hacer caer las tongas más abultadas. El que tumbaba y cogía más cañas era visto entre nosotros como de más valía y esto casi siempre lo lograban los de mayor edad. La caña, como es natural, la utilizábamos para deleitarnos con su dulce jugo, calmar la sed y hasta aplacar el hambre. Con mis primos y amigos aprendí a pelar la caña hasta con los dientes y a guarapearla para sacarle el jugo.

Es la edificación de la Escuela de Enseñanza Media en la esquina de las antiguas calle Colón y Línea de Colón. Foto 2010.

En la coincidencia de la antigua calle Colón y la Línea de Colón se construyó hace algún tiempo una edificación destinada a una escuela de enseñanza media o media superior que funciona en ese lugar; en la actualidad esa instalación muestra evidente descuido y deterioro, requiere ser restaurada.

Al trasladarse las vías férreas del Ferrocarril Central aproximadamente un kilómetro al norte, el alto terraplén de balasto sobre el cual se asentaron los rieles de la Línea de Colón ya no existe. Por ese lugar hace muchos años no circulan trenes, desapareció la Línea de Colón y también la calle San Felipe, ambas se convirtieron en la calle 9A.   Cambió para siempre el maravilloso paisaje, pero queda lo más importante, sus vecinos y sus viviendas, algunas mejoradas; queda también el territorio, pero con una imagen y una vida muy diferente.

La Línea de Colón está ligada a la historia de mi pueblo. Para mí, además, está enlazada a preciados recuerdos de la infancia, familiares y afectivos. Ella surgió gracias a la benefactora presencia de los ferrocarriles en Jovellanos y aunque ya no existe, muchos la recordamos con cariño. De allí y de aquellos tiempos siempre habrá para contar.

OTRAS IMAGENES

En la esquina de las antiguas San Lorenzo (Avenida 30) y San Ignacio (Calle 9), a una cuadra hacia el final de la foto, pasaba la Línea de Colón. Foto 2010.

En las antiguas San Lorenzo y San Ignacio. Una mirada hacia el oeste, por todo San Ignacio (Calle 9). Foto 2010.